Accelerând
Aici, în clipa aceasta, totul se termină,viața se reține. Au înflorit lumini galbene
la picioarele noastre, sau sunt stele. Tăcută
cade ploaia peste dragoste, peste remușcări.
Ne sărutăm în carne vie. Ploaie sfântă
în noapte, gâfâind prin iarbă,
aducând în fire aroma norilor,
înfigând dantura sa nouă în carnea noastră.
Iar marea visa. Poate că era spectrul ei,
fiindcă număram mii de kilometri
ce ne separau de valuri,
mai rău, ne despărțeau mii de zile trecute și viitoare.
Scările coborau în umbră.
Domnul știe unde duceau. Fie ce-o fi. «Deja e ora
-mi-am zis-, a venit ora să revii la casa ta.»
Deja e ora. În portal, «Așteaptă», mi-a zis. A revenit
îmbrăcată altfel, cu flori prinse în plete.
Ne așteptau la biserică. «Femeie îți dau». Am coborât
treptele altarului. Orga visa.
Și un violin ce țesea melodia sa lipicioasă.
Și marea era aici. Uitată și dornică
de atâta timp. Aici era. Albastră și stranie.
Și ea, și eu - singuri, în zdrențe de soare și umiditate.
«Unde, unde să fie acea noapte, cea de ieri...?», întrebat-am
urcând spre casă, deschizând ușa, auzind fiul ce ieșea
cu puțina sa umbră din stele,
apa sa de lumini navigante,
cireșele sale de foc. Și eu încă o dată
am apăsat buzele-mi pe obrajii ei. Sărutai profund.
Viermii îi ciopliseră pielea ostentativ. Am văzut
la despățire. Ce mai contează, dragă. Muzica în flăcări,
iar noi rotindu-ne. Nu: nemișcați. Potirul unei flori
cenușii ce se rotea vertiginos în jur.
Unde e noaptea, unde e marea albastră, frunzele ploii.
Copiii, -cine sunt, cei care acu o clipă
nu erau-, copiii au aplaudat, morți de râs:
«Ce ridicoli, tată, mamă». «Plecați să dormiți», le-am zis
cu mânie și amărăciune. Tăcere. Am sărutat
fruntea ei, ochii cu riduri
din ce în ce mai vizibile. Unde e acea noapte,
în ce loc din univers s-a ascuns? «Ai fost dur
cu copiii.» Deschise-i ușa de la camera celor mici,
zburară petale de ploaie. Ei se bărbereau.
Ele ieșeau îmbrăcate în rochiile lor de mireasă. S-au dus
copiii -de ce spun copii?- cu dragostea lor,
cu nopțile lor de stele, cu mările lor albastre,
cu remușcările lor, cu cuțitele lor pentru a scobi
sub carne. Unde e, unde e acea noapte,
unde e marea... Ce ridicol e totul: această clipă oprită,
acest disc ce se rotește și se rotește în tăcere,
muzica sa consumată.
Acelerando
Aquí, en este momento, termina todo,
se detiene la vida. Han florecido luces amarillas
a nuestros pies, no sé si estrellas. Silenciosa
cae la lluvia sobre el amor, sobre el remordimiento.
Nos besamos en carne viva. Bendita lluvia
en la noche, jadeando en la hierba,
trayendo en hilos aroma de las nubes,
poniendo en nuestra carne su dentadura fresca.
Y el mar sonaba. Tal vez fuera su espectro
porque eran miles de kilómetros
los que nos separaban de las olas,
y lo peor, miles de días pasados y futuros nos separaban.
Descendían en la sombra las escaleras.
Dios sabe a dónde conducían. Qué más daba. «Ya es hora
-dije yo-, ya es hora de volver a tu casa.»
Ya es hora. En el portal, «Espera», me dijo. Regresó
vestida de otro modo, con flores en el pelo.
Nos esperaban en la iglesia. «Mujer te doy.» Bajamos
las gradas del altar. El armonio sonaba.
Y un violín que rizaba su melodía empalagosa.
Y el mar estaba allí. Olvidado y apetecido
tanto tiempo. Allí estaba. Azul y prodigioso.
Y ella y yo solos, con harapos de sol y de humedad.
«¿Dónde, dónde la noche aquella, la de ayer…?», preguntábamos
al subir a la casa, abrir la puerta, oír al niño que salía
con su poco de sombra con estrellas,
su agua de luces navegantes,
sus cerezas de fuego. Y yo puse mis labios
una vez más en la mejilla de ella. Besé hondamente.
Los gusanos labraron tercamente su piel. Al retirarme
lo vi. Qué importa, corazón. La música encendida,
y nosotros girando. No: inmóviles. El cáliz de una flor
gris que giraba en torno vertiginosa.
Dónde la noche, dónde el mar azul, las hojas de la lluvia.
Los niños -quiénes son, que hace un instante
no estaban-, los niños aplaudieron, muertos de risa:
«Qué ridículos, papá, mamá». «A la cama», les dije
con ira y pena. Silencio. Yo besé
la frente de ella, los ojos con arrugas
cada vez más profundas. ¿Dónde la noche aquella,
en qué lugar del universo se halla? «Has sido duro
con los niños.» Abrí la habitación de los pequeños,
volaron pétalos de lluvia. Ellos estaban afeitándose.
Ellas salían con sus trajes de novia. Se marcharon
los niños -¿por qué digo los niños?- con su amor,
con sus noches de estrellas, con sus mares azules,
con sus remordimientos, con sus cuchillos de buscar
bajo la carne. Dónde, dónde la noche aquella,
dónde el mar… Qué ridículo todo: este momento detenido,
este disco que gira y gira en el silencio,
consumida su música…
De “Libro de las alucinaciones” (Cartea halucinațiilor) 1964
se detiene la vida. Han florecido luces amarillas
a nuestros pies, no sé si estrellas. Silenciosa
cae la lluvia sobre el amor, sobre el remordimiento.
Nos besamos en carne viva. Bendita lluvia
en la noche, jadeando en la hierba,
trayendo en hilos aroma de las nubes,
poniendo en nuestra carne su dentadura fresca.
Y el mar sonaba. Tal vez fuera su espectro
porque eran miles de kilómetros
los que nos separaban de las olas,
y lo peor, miles de días pasados y futuros nos separaban.
Descendían en la sombra las escaleras.
Dios sabe a dónde conducían. Qué más daba. «Ya es hora
-dije yo-, ya es hora de volver a tu casa.»
Ya es hora. En el portal, «Espera», me dijo. Regresó
vestida de otro modo, con flores en el pelo.
Nos esperaban en la iglesia. «Mujer te doy.» Bajamos
las gradas del altar. El armonio sonaba.
Y un violín que rizaba su melodía empalagosa.
Y el mar estaba allí. Olvidado y apetecido
tanto tiempo. Allí estaba. Azul y prodigioso.
Y ella y yo solos, con harapos de sol y de humedad.
«¿Dónde, dónde la noche aquella, la de ayer…?», preguntábamos
al subir a la casa, abrir la puerta, oír al niño que salía
con su poco de sombra con estrellas,
su agua de luces navegantes,
sus cerezas de fuego. Y yo puse mis labios
una vez más en la mejilla de ella. Besé hondamente.
Los gusanos labraron tercamente su piel. Al retirarme
lo vi. Qué importa, corazón. La música encendida,
y nosotros girando. No: inmóviles. El cáliz de una flor
gris que giraba en torno vertiginosa.
Dónde la noche, dónde el mar azul, las hojas de la lluvia.
Los niños -quiénes son, que hace un instante
no estaban-, los niños aplaudieron, muertos de risa:
«Qué ridículos, papá, mamá». «A la cama», les dije
con ira y pena. Silencio. Yo besé
la frente de ella, los ojos con arrugas
cada vez más profundas. ¿Dónde la noche aquella,
en qué lugar del universo se halla? «Has sido duro
con los niños.» Abrí la habitación de los pequeños,
volaron pétalos de lluvia. Ellos estaban afeitándose.
Ellas salían con sus trajes de novia. Se marcharon
los niños -¿por qué digo los niños?- con su amor,
con sus noches de estrellas, con sus mares azules,
con sus remordimientos, con sus cuchillos de buscar
bajo la carne. Dónde, dónde la noche aquella,
dónde el mar… Qué ridículo todo: este momento detenido,
este disco que gira y gira en el silencio,
consumida su música…
De “Libro de las alucinaciones” (Cartea halucinațiilor) 1964
Buen poema de uno de los grandes, Andrei. Enhorabuena oie tu traducción. Pere
RăspundețiȘtergere...ya se sabe que el poeta José Hierro es mediosantanderino, por este razon he publicado un artículo sobre el pararelismo liríco entre Lucian Blaga este poeta y, ademas, he traducido el poema suya Alegría, pero me ha parecido poco...
RăspundețiȘtergereun saludo